sábado, 2 de diciembre de 2017

¿Recuerdas a qué jugabas de niño?

Vale ya de política, que últimamente solo sirve para criar bilis ¿Os acordáis de a qué jugabais de pequeños?

La verdad es que yo tuve una infancia muy feliz. En mi casa y en el mundo pasaban cosas, sin duda, y mientras Cruschev y Kennedy flirteaban con la tercera guerra mundial, mis hermanos solían resolver sus diferencias a puñetazos y mi padre bebía demasiado; pero nada de eso me llegaba, feliz como una perdiz en mi acolchado y diminuto mundo, en donde la fantasía era la norma y el cariño incondicional de mi madre el visto bueno con el que seguir siempre adelante.
Apenas recuerdo casi nada de antes de los seis años. Por aquél entonces, hasta esa edad los niños eran poco más que geranios, seres biológicos a los que jamás se les preguntaba nada ni se contaba con que pudieran aportar algo. Pero no creo que mis escasos recuerdos de aquella época se deban a la ausencia de estimulación precoz, pues hay gente de mi edad que recuerda con nitidez episodios de su más tierna infancia. Un caso casi patológico es el de mi hermano mayor, el cual guarda nítidos recuerdos de cosas que le pasaron con dos años y aún antes (está más que comprobado que es efectivamente así, y que lo suyo no son recuerdos de otros recuerdos o de cosas que oyera contar después).
Otra diferencia significativa respecto a la actualidad es lo mucho que duraba entonces la infancia. De los 0 a los 6, ya lo he dicho, eras apenas un bichejo que trasteaba por la casa (nadie era escolarizado a esas edades, salvo casos excepcionales), y desde los 6 hasta los 13 o 14 eras un niño sin otra obligación que aprobar y jugar. Las niñas, no sé muy bien a qué edad, comenzaban antes a echar una mano en casa, pero de los niños no se esperaba apenas nada, ni siquiera que se hicieran la cama, hasta que no empezaban a tener bigotillo. El concepto de preadolescencia no existía, y uno pasaba de golpe de jugar con los indios a robarle pitillos a su madre y a ir de bares con los amigos, en donde por supuesto te servían sin reparar en tu edad, solo con que tu cabeza sobresaliera de la barra y tuvieras dos duros —diez pesetas, seis céntimos de euro— para pagarte la caña.
Como antes adelantaba, uno de los juegos a los que dedicaba más tiempo de crío eran "los indios”; es decir, inventar y desarrollar historias con la ayuda de muñequitos de plástico de unos pocos centímetros, que representaban a los personajes característicos de los western; de las películas del oeste, que era como se les llamaba: indios, vaqueros, soldados...
Las historias en cuestión eran aproximaciones a los guiones de las películas que veíamos, aunque puliendo las partes románticas —nunca o casi nunca había “chica”— y las tramas complejas, centrándose casi todo en peleas y más peleas. Se cogía a un indio con una mano y a un soldado o vaquero con la otra, se les chocaba y frotaba, y listo. Otras veces, se dejaba a uno de los contendientes en pié y con una mano se le acercaba el otro, al que se hacía girar bruscamente entre los dedos, de forma que algún saliente del muñequito golpeara al que no era sujetado, mandándolo despedido. Los personajes que tenían un brazo extendido con un arma al final, como un hacha o una pistola, eran los que tenían “mejor puñetazo”, y solían ser escogidos para hacer de “el mío” o de “el amigo del mío”. Porque en cada sesión tú manejabas a todos los muñequitos, pero algunos en concreto tenían relevancia especial, era el eje de la historia, y lo más normal era que además del protagonista —“el mío”— hubiera al menos un actor secundario de cierta relevancia —“el amigo del mío”—  que en ocasiones terminaba por pasar a primer plano: no era raro que “me mataran al mío”, y que tuviera que “seguir jugando con el amigo del mío”, que probablemente no tuviera tan buen puñetazo, pero servía para concluir la historia.
A los indios se podía jugar solo o con amigos. Con amigos era más divertido, claro, porque la historia se enriquecía, aunque lo habitual era que todos los compañeros estuvieran en el mismo bando, y tanto “el mío y el amigo del mío” como “el tuyo y el amigo del tuyo” fueran todos vaqueros o soldados, y lucharan codo con codo contra los indios. Aunque lo cierto es que siempre que podía, como por ejemplo cuando jugaba solo, me pedía a los indios. Y si no, a los confederados. Como mucho podía ir con los soldados azules, pero prácticamente nunca con los vaqueros. A saber porqué los perdedores me parecían mucho más interesantes, su lucha más creíble, más justificada. Y encima conmigo solían ganar, en una especie de revancha simbólica frente al desenlace unánime de todos los celuloides.
¡Ay los indios, los indios…! Solapándose con los indios aparecieron los soldaditos, como a partir de los diez. Y desde los doce en adelante ellos fueron los monopolizadores de ese tipo de juegos, que eran dramatizaciones épicas descaradamente trasladadas del cine a mi cuarto. Qué curioso todo. Lo primero, que dedicara tal cantidad de tiempo y energías a cosas relacionadas con luchar, destruir, matar, morir… A lo mejor mi beligerante pacifismo, mi cuasialergia a la violencia, tenga que ver con que ya gasté mi dotación de testosterona negativa durante la infancia. De hecho me he pegado poquísimo en mi vida, y aunque me he visto metido de rebote en algunos fregados, creo que la última vez que me ocurrió algo así tenía menos de veinte años.
Otra cosa no menos curiosa es que el cine tuviera tanta influencia en mi concepción de la realidad. Supongo que la vida cotidiana, lo tangible, lo que pasaba a mi alrededor, era demasiado plano y simple, y para llenar el pecho de emociones fuertes hacía falta saltar a un mundo fantástico, cuya referencia inevitable era el cine. Y tanto fue así, que tengo que reconocer que el primer recuerdo que tengo del amor también se lo debo al cine: yo me enamoré perdidamente, con nueve años y en el cine Espronceda, de Toshi, la jefa de las buceadoras de la película Krakatoa: al este de Java. Y como sucede con los recuerdos de mi hermano, tengo la absoluta certeza de que esa emoción, exactamente esa emoción, era amor del mismo tipo de amor que pocos años después pasaría a sentir por una amiga de mi pandilla de verano, y luego por otra, y por otra, y por otra… La verdad es que, ahora que lo pienso, creo que desde aquella tarde en el cine Espronceda de hace 48 años, no he dejado nunca de estar enamorado, solapando amores nuevos con otros que se me van marchitando sin terminar nunca de irse.
Bueno, a lo que íbamos: los soldaditos. Ahí sí que la cosa pegó un salto cualitativo respecto a los indios. Las reglas se fueron sofisticando a medida que yo mismo y mis amigos cómplices en este juego íbamos madurando, hasta que terminó por convertirse en algo mucho más parecido a un juego de mesa tipo el Stratego que a un mero frotar y hacer chocar figuritas de plástico.
Tan tremendamente divertido y complejo se fue haciendo el juego, que con algunos de los que siguen siendo mis mejores amigos llegué a jugar hasta edades inconcebibles, que por pudor me reservaré. Le incorporamos a la cosa mapas, dinero, reglas para adquirir o no nuevos efectivos… No éramos frikis de la cosa porque ni el término ni el concepto estaban aún inventados; pero lo éramos.
¿Sabéis lo que os digo? Que para explicaros las reglas y evolución del juego de los soldaditos necesitaría más del doble de las 1.300 palabras que ya van en esta entrada, de modo que lo dejaré para otra específica. Y creedme que merecerá la pena. Además, pienso adornarla con fotos actuales de los soldaditos en cuestión (EKO, escala HO), de los que aún guardo como oro en paño varios centenares, así como decenas de tanques, camiones, aviones…
Por otra parte, si dejamos de lado el mundo de las batallitas, hay muchísimos otros juegos de los que también me parece que puede ser divertido hablar. Y no me refiero ya a los que necesitaban para su desarrollo de juguetes, sino de juegos en los que tú mismo eras el juguete, empezando por Tula para seguir por Prusia, el Escondite, el Rescate, El Pañuelo, Las Tinieblas…
Creo que nuestros hígados van a agradecer que le demos unas vacaciones a la política y sigamos un ratillo más por este camino.
Lo dicho: la próxima, los soldaditos; y la siguiente pues a correr, a esconderse, a saltar…

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