domingo, 12 de julio de 2020

Reflexiones coronavíricas (6 de n, siendo n=6)

No es que la cosa haya acabado, es que ya no doy más de mí y necesito levantar un poco la cabeza y dedicarle atención a otros asuntos. De modo que, hala, con esta entrada cerraré por el momento el monotema, rebajando al coronavirus a la simple condición de “tema”, como otros tantos que hay por ahí, muchos de ellos cruciales, pero desproveyéndolo del “mono”.
Dejo el asunto tan perplejo como lo cogí. En realidad, más, porque al principio costaba trabajo creer que en plena Era Tecnológica un virus pudiera poner a la humanidad en jaque, y que la única forma combatirlo fuera la aplicación de cuarentenas medievales. No es que fuera poco motivo para el desconcierto; pero todo se aproximaba a cosas más o menos imaginables, dotadas de una mecánica perversa, pero comprensible. Ahora resulta que la evolución de la pandemia ha seguido parámetros inexplicables y no hay manera de establecer cadenas lógicas de causas y efectos, de forma que no es posible saber en qué punto estamos, qué nos espera… y lo que es peor: qué es lo correcto y lo incorrecto.
Vayamos por partes.
Lo primero, creo que acerté en buena parte de mis previsiones, aunque me equivoqué de plano al evaluar la velocidad a la que evolucionarían las cosas. Bueno, lo cierto es que todo está aún evolucionando, y a saber cómo acaba. Pero lo que sí parece claro es que ha mejorado rápidamente el manejo de medicamentos y el diseño de vacunas, lo que va a reducir la letalidad del virus y acortar el tiempo de espera hasta las campañas de vacunación masiva: antes de que acabe el año ya estaremos en ello, con lo que todo dará un giro radical, y acaso alcancemos una completa “normalidad normal”, que es la única que existe, para la próxima primavera. Eso mitigará notablemente todos los desastres.
Lo segundo, la pandemia avanza en cohete, y aunque en la mayor parte de los países más desarrollados -Europa, el Oriente próspero, etc.- ya hemos parado el primer golpe y ahora andamos de bomberos, de acá para allá, apagando conato tras conato de rebrote, en la mayoría del resto aún van de mal en peor. Según las estadísticas oficiales, andamos por los 12,5 millones de contagiados y 560.000 muertos. Recuerdo que el más optimista de los cálculos ha de multiplicar esa cifra por dos. Pues bien, a pesar de ello las dinámicas en todos sitios parecen ser las mismas:
1º- Negar el problema: e uma gripezinha

2º- Aceptarlo al fin, acusando a los chinos, a las feministas, a los madrileños, a los italianos, a quien sea… incluido siempre al gobierno de turno. Todos los gobiernos son culpables.
3º- Fase de consejos contradictorios.
4º- Estado de Excepción de hecho. Y en algunos casos, según talantes, los políticos de turno aprovechan la situación para actuar como déspotas.

5º- Los gobernantes terminan apiadándose de los pobres ciudadanos en arresto domiciliario, levantan poco a poco la mano… y luego se hacen los sorprendidos al ver que todo el mundo, en lugar de coger la mano coge directamente el codo, luego el hombro y después el cuello.
7º- Fase de cachondeo general, con la mitad de la población aterrorizada, llevando vidas semiclandestinas, y la otra mitad de juerga permanente, como si nada hubiera pasado y siguiera pasando.
El ciclo anterior, compruébelo el que quiera, se puede aplicar prácticamente a cualquier rincón del mundo, con independencia del momento epidemiológico en el que se encuentre. Alucinante, pero es así: se mete a la gente en casa para evitar los contagios (al margen de que eso en cada sitio sea más o menos viable y se cumpla con más o menos rigor); pero pasados dos o tres meses, pobrecitos míos, a los ciudadanos se les suelta, esté controlado el virus o no, haya pocos contagios y muertos o sigan creciendo éstos de forma exponencial: qué más da, ya se ha sufrido bastante, todos a la calle.
Lo anterior  es apenas uno de los siete mil ángulos inexplicables de esta pandemia. Porque es sabido que esto es una enfermedad muy contagiosa, que los contagios se producen en su inmensa mayoría a través de la respiración y la saliva, y que en aquellos lugares en donde las relaciones sociales son más distantes, y donde a la gente se la encerró antes, ha habido menos contagios y muertes. Pero sobre ese esquema general, hay casi tantas dudas como certezas. Vayan como muestra algunos ejemplos:
-       ¿Os habéis fijado en la forma de los gráficos de contagios y de muertos, las famosas “curvas”? Pues todas son prácticamente iguales empezando despacio, subiendo exponencialmente hasta alcanzar el célebre pico (obviando países temerarios, como Brasil o EEUU, en donde aún no se ha llegado a pico alguno), para bajar después de forma algo más lenta, pero acusada. Los perfiles son prácticamente idénticos para países como Croacia, Finlandia o España, pero las cifras que reflejan no se parecen en nada –100, 300 y 30.000 muertos– como tampoco han sido similares los criterios aplicados en cada uno de esos países para combatir el virus. Es como si siempre pasara lo mismo, se haga lo que se haga… pero a diferentes escalas
-       Australia es una sociedad no demasiado diferente de las del resto de países de base anglosajona, como Gran Bretaña o Estados Unidos. En Australia las normas de control han sido mínimas, amparándose básicamente en que la gente cumpliese el consejo de “tener cuidado”. Pues bien, han tenido 100 muertos y 7.500 contagios; 4 por cada 100.000 habitantes. En USA, llevan 135.000 muertos y en GB 45.000, lo que da unos porcentajes de 67 y 41 muertos por cada 100.000 habitantes. Vamos, lo mismo.
-       Marruecos, 217 muertos y 11.000 contagiados. Puede que sus cuentas estén peor echadas aún que las de la mayoría, y que en realidad no sean el doble, sino cuatro veces más. Aun así, eso daría menos de mil muertos y cuarenta mil contagiados, cantidades ridículas si se comparan con las de otros países mediterráneos, como España o Italia, cuyas sociedades no son en el fondo tan radicalmente diferentes.
Vivimos en una sociedad infantilizada. Una democracia mediática en la que los políticos trabajan, como siempre, en los despachos (allí se planea, diseña, sopesa, negocia, decide…), y sobreactúan en público, para enamorar cada cual a sus respectivos caladeros de votantes. Mandará el que más enamore, y para eso hará lo que haga falta, ofender al enemigo, rasgarse las vestiduras, encomendarse a Dios o incitar a la quema de iglesias: lo que cada público más aplauda. Tras la sobreactuación, todos se reúnen, se dan la mano y juegan al póker real de la política real. Y esa política real tiene entre sus axiomas que es bueno que la gente sea manejable, para lo cual hay que mantener siempre a la sociedad en un nivel de inmadurez psicosocial.
¿Se me ha ido la pinza? ¿Qué tiene que ver el párrafo anterior con el asunto que estaba tratando? Ahora lo veréis:
Nuestra democracia mediática/infantil avanza porque se sujeta de la mano del Estado Padre. Es Él quien dicta las normas, y si las cumples todo irá bien. No puede ser de otro modo, nada escapa de la omnipotencia de Papá, el cual hace uso de un ejército casi infinito de periodistas cómplices para propagar obsesivamente sus consignas. Si usas la mascarilla, extremas la higiene y respetas la distancia de seguridad, estás a salvo. Cada contagio, cada muerto, se debe única y exclusivamente al incumplimiento de alguno de los sagrados mandamientos de Papá, exactamente igual que ocurre en el ámbito del tráfico o de los accidentes laborales: absolutamente todo se debe a nuestra negligencia, pues si cumpliéramos a rajatabla todas las reglas, jamás pasaría nada.
Si yo fuera alguien, ya estaría llamando a mi puerta La Policía del Pensamiento para estirparme de esta sociedad Disney. Por suerte no soy nadie, de modo que aún podré ladra un rato más.
¿Qué habría pasado si, desde el Poder, se hubiera lanzado a la gente este sencillo mensaje?: “Ignoramos el origen de esta nueva enfermedad, y aún estamos aprendiendo como se cura; pero se contagia a través de la respiración y la saliva, y mata. Tomad las mismas precauciones que tomaríais para no contagiaros ni contagiar a nadie de resfriado a gripe. Nos va a todos la vida en ello”.
Un mensaje como el anterior habría sido indigerible para el 90% de los mortales ¿Qué distancia de seguridad he de mantener, un metro o siete? ¿He de usar mascarilla todo el rato? ¿Cuándo sí y cuando no? ¿Cuántas veces al día he de lavarme las manos? ¿Puedo estar en espacios cerrados con más personas? ¿Con cuántas, con quienes, cuánto tiempo…? ¿He de confinarme? ¿Cuánto tiempo, con quién, con quién no?
Todo lo anterior queda resuelto estableciendo una serie de normas rígidas e incuestionables. Como la gente es tan imbécil que no es capaz de saber cuál es la distancia razonable para no respirar a nadie encima ni que nadie te respire a ti, se establecen aforos, se hacen rallitas en el suelo, y ya está. Y lo de la mascarilla, pues tiramos por elevación, y otro tanto. Porque la gente es tonta, todo el mundo lo asume, y si no estableces esas normas rígidas con seguridad esto será un cachondeo y moriremos todos. Y las reglas han de ser los más universales, precisas y restrictivas posibles, de modo que se diseñan para un suburbio atestado de una gran ciudad y se aplican al planeta entero. Los siete vecinos de un pueblo aislado en medio del monte, que rara vez se cruzan a menos de veinte metros, han de salir de casa con mascarilla o serán criminales perseguibles y multables. Y ¡ay de alguno de ellos si se le ocurre sacar a su perro al campo más de dos veces al día….!
Ahora, en fase de rebrotes, se ha llegado a la preclara conclusión de que para evitarlos y combatirlos es necesario usar mascarilla de forma permanente siempre que se salga de casa, aunque se esté solo. Esa medida es una obvia gilipollez, sobre todo habida cuenta de que los rebrotes se están produciendo siempre en reuniones de familiares y amigos, o en entornos laborales hacinados. Pero los ciudadanos/niños tienen que tener la sensación de que Papá controla la cosa, que ya ha adoptado la medida que era necesaria para resolver el problema, y que está en nuestra mano colaborar activamente en la solución, cumpliendo a rajatabla las reglas. Gracias, Papá.
En fin, lo dicho, que lo voy a dejar por extenuación, no porque la cosa haya terminado. En mi amado Brasil, en Estados Unidos, La India o en Rusia,  la cosa está en su peor momento, con decenas de miles de nuevos contagiados por día. Por aquí vamos a seguir con la fase de rebrotes varios meses, con confinamientos parciales, alivios momentáneos y puntuales retrocesos. Hasta la llegada de la vacuna, será así. Al menos nosotros ya casi nos hemos plantado en lo referente a muertes, y solo cabe esperar algunas decenas más hasta la llegada de la nueva Era postcovid. Por ahí fuera, y de aquí a entonces van a sumar aún varios centenares de miles de muertos más.
Estamos más cerca del final. Mucho más cerca. Y la sacudida económica, estoy convencido de ello, aunque pueda llegar a ser comparable a una guerra mundial, va a tener una recuperación explosiva. No tendría por qué no ser así, al margen de que como ya comenté, muchos se queden por las cunetas.
La próxima vez que me asome aquí será con una entrada de humor. Y os voy a ir preparando ya, para encontraros en su momento más cómplices aún y que así  nos riamos más:
¿Por qué los periodistas locutan en televisión como si fueran gilipollas?
(Prestar un rato atención a sus entonaciones, sobre todo a las locuciones pregrabadas que acompañan imágenes. No hace falta tener demasiado oído para darse cuenta de que no parecen seres humanos. Es de coña. Ya os traeré algunas demos aquí para reírme con vosotros… que ya va haciendo falta)
Un abrazo a todos y hasta pronto.

sábado, 16 de mayo de 2020

Reflexiones coronavíricas (5 de n)

Una escayola no es una nueva normalidad. Una escayola es un Estado de Alarma personal, algo que limita severamente tus movimientos y tu capacidad de relación, pero que no te queda más remedio que asumir durante algún tiempo para evitar males mayores. Con suerte durará un mes, y si no la hay puede que un año. Pero no hace falta que te acostumbres a ella, solo que la soportes y que intentes aprovechar el tiempo en algo viable para no sentirte aún peor, mientras sueñas y planificas todo lo que harás el día que te la quiten.
Otra cosa bien distinta es una mutilación, quedarse cojo o ciego para siempre. Si tal cosa te pasa, dejas de ser el que eras antes y te conviertes en alguien que habrás de reinventar. Tu ceguera o tu cojera sí serán una nueva normalidad, ya que condicionarán en adelante tu manera de relacionarte. Porque ya no serás un humano estándar, con las dotaciones propias de tu especie. No, los humanos no somos por naturaleza ciegos ni cojos. Y las escayolas tampoco forman parte de nuestro bagaje.
Si los humanos fuéramos ciegos, seríamos animales nocturnos o abisales. Si cojos, acaso sedentes. A saber qué bicho podríamos ser; pero sin ninguna duda, nada parecido a lo que somos. Porque somos homínidos, no corales o murciélagos, y si hemos llegado hasta aquí ha sido haciendo uso de nuestra naturaleza, que además de permitirnos ver, oír o correr, nos impele a sentir, a tocar, intercambiar… No es una opción, es lo que somos. De modo que tranquilos: la nueva normalidad de la que habréis oído hablar es simplemente un sueño. O para ser más precisos, una pesadilla. Nada de lo que cuentan podrá ocurrir jamás, de la misma manera que no hay peces que aniden en los árboles ni leones que cacen en el fondo del mar.
No pretendo hacer mal a nadie, pero que no me esperen en los bares ni en las playas, que no pienso acudir a ninguno de esos sitios disfrazado de hombre burbuja, con un letrero en la cara que ponga “ALÉJATE DE MI”. En mi casa ya puedo beber, tumbarme en el suelo o bañarme. Si voy ahí fuera a hacerlo es para rozarme con el resto del planeta, para intercambiar calor, para absorber información por todos los canales al mismo tiempo. Eso nos trajo hasta aquí como especie y eso hará posible que apenas en un siglo estemos colonizando el sistema solar.
Si hace cuatro millones y medio de años, a nuestro tatarabuelo Ardipithecus alguien le hubiera dicho: “ten cuidado, porque el entorno es un peligro, y el otro, una amenaza”, con seguridad no se hubiera bajado de su árbol, y nunca habrían existido ni los Australopitecus ni toda la cadena de Homo que acabaría dando en nosotros. Pero lo que seguramente oyó fue algo así como “el entorno y el otro son oportunidades: sé al mismo tiempo curioso y prudente”.
Dentro de algunos siglos, la actual humanidad será sustituida por una raza de seres “mejorados”, tanto genética como cibernéticamente, que tendrá recrecidas todas nuestras capacidades y aminorados nuestros defectos. Ya estamos dando los primeros pasos para alumbrarlos, pero aún faltan siglos de tecnología, apenas intuida, para avanzar significativamente en el proceso. Esa “gente”, que sí viajarán a las estrellas y contactarán con lo que allí se encuentren (nada, vida elemental u otras “gentes”, quién sabe), lo mismo viven milenios y su perspectiva de la realidad es completamente distinta. Puede que a ellos incluso les gusten los bares/pecera, o las playas microparceladas. Por eso, oh iluminados de la nueva normalidad, no tiréis vuestros geniales prototipos, que lo mismo algún día son de utilidad. Pero de momento, ni este elemental primate, ni varios miles de millones de sus congéneres, estamos mínimamente interesados en ellos.

lunes, 11 de mayo de 2020

Reflexiones coronavíricas (4 de n)

Desde que nací, y hasta 2004, Brasil era un lugar lejano y exótico del que brotaban sin cesar músicos sorprendentes, futbolistas geniales y mujeres esculturales. Pero en 2004 conocí a una bahiana que cambió mi vida, para siempre y para bien, y Brasil pasó a ser un territorio inmenso en todos los sentidos: inmensamente grande, rico, diverso, contradictorio…
Brasil tiene recursos de todo tipo suficientes como para mantener a dos planetas como este. Si brasileños y alemanes se intercambiasen sus territorios, en cinco años la economía brasileña le sacaría un cero a la americana y la china juntas. Pero yanquis y chinos pueden dormir tranquilos, porque la sociedad brasileña arrastra aún problemas intrínsecos tan fabulosos que me temo que, hasta dentro de tres o cuatro generaciones, es improbable que las cosas cambien sustantivamente.
Lo primero, y más flagrante, es el nivel de desigualdad. La estructura de clases brasileña se parece poco a la europea, y no me voy a entretener ni a aburrir a nadie con estimaciones o citas, pero hay consenso acerca de que apenas un tercio de los 210 millones de brasileños tiene un nivel de vida comparable al europeo; la mitad de la población vive en unas condiciones absurdamente precarias, para un país que como ya he dicho desborda todo tipo de riquezas; y una cuarta parte del total, más gente que toda la que vive en España, sobrevive en condiciones misérrimas comparables a las del África profunda.
Con una losa como la anterior, ya da igual qué tema se saque: las perspectivas son siempre malas o muy malas. Y la singularidad del coronavirus no es una excepción.
Para aproximarse a la compleja sociología brasileña harían falta dos o tres wikipedias monográficas, de modo que no voy a intentarlo en una entrada de blog, que por otra parte siempre me quedan más largas de lo deseable. Pero se hacen necesarias al menos tres o cuatro pinceladas, para poder contextualizar la situación actual y lo que a mi entender me temo que les espera.
(É possível que o que eu vou dizer agora pareça pesado, que vários de meus amados brasileiros fiquem zangados comigo. Acreditem que eu amo sua terra e várias coisas do caráter brasileiro, seu otimismo, sua alegria, sua proximidade... deixando fora a sua maestria para fazer uma música com harmonias inacreditáveis e para esfriar cerveja. Mas precisamente por respeito a essa terra e a esse povo, acho que é preciso falar com toda sinceridade. Ainda assim, desculpem pelo que está por vir.)  
Lo primero de todo: ¿cuál puede ser la causa de esa gigantesca desigualdad? De lo que llevo visto, oído y leído (menos de lo deseable, sin duda; pero no poco), llego a la rotunda conclusión de que el germen del asunto está en la esclavitud, en la salida en falso de la misma, en la preservación, cosméticamente disimulada, de una sociedad conceptualmente esclavista: la práctica totalidad de ese 50% de brasileños pobres son descendientes de esclavos. Desde la promulgación de la Ley Aurea hasta hoy sólo han pasado 130 años, cinco generaciones que jamás han disfrutado de las adecuadas condiciones educativas; y si no hay educación no hay posibilidades de ningún tipo de mejora social. Ya dije que no me entretendré en cifras, el que se aburra que las busque, pero la situación es aún hoy en día patética: el 7% de la población brasileña es totalmente analfabeta; y los analfabetos funcionales, rondan el 30%. Para qué hablar del color de piel de estos sesenta millones de infelices.
Estoy convencido de que esa desigualdad monstruosa, con la pobreza que acarrea, está en la base de lo que considero segundo drama en importancia de la sociedad brasileña: el “sálvese el que pueda”, que tiene diversos niveles de cristalización: la picaresca, como norma popular. La corrupción política, como versión agigantada de la picaresca. La delincuencia, como versión extrema de la picaresca.
Otros dos problemas sociales, de menor rango que los anteriores pero que son los primeros que me saltaron a la cara cuando conocí aquella tierra, son el exceso de Dios y el exceso de sexo. Ambas cosas son intrínsecamente humanas, forman parte indisociable de todas las culturas. Pero a mi entender, en Brasil la tentación de poner todo en manos de Dios… y sentarse a esperar que sea Él solito quien resuelva los problemas, actúa como palo en las ruedas del progreso. Y respecto al sexo… creedme que es una de las cuatro o cinco cosas que más me gustan de esta vida (algún día haré una entrada con la lista justificada de las mismas); pero en aquella tierra actúa con demasiada frecuencia como causa de fuerza mayor, arrasando sin pudor alguno lo que pille por delante. En este caso, el palo de la promiscuidad se cuela entre las ruedas de la estabilidad familiar y de la crianza responsable.
Para terminar la crucifixión, citaré otra singularidad que, para el tema concreto del coronavirus, sí está teniendo un peso decisivo: la fascinación por los Estados Unidos de América. Para la inmensa mayoría de los brasileños, USA es el ideal, la meta, el objetivo. Tudo o que vem de lá é ótimo, el modelo a seguir, sus modas, gustos, estética… Y esa imitación ha llegado al paroxismo eligiendo a un presidente populista y ultranacionalista que es apenas una parodia del paródico presidente estadounidense, Donald Trump.
Pero me temo que no, queridos brasileiros: Brasil jamás será USA, como España nunca será Alemania ni China Japón. Cada sociedad tiene su propia idiosincrasia, su razón de ser, la historia que les llevó hasta allí, y aunque a nivel planetario se pueda –y se deba– compartir tantos valores y reglas del juego como sea posible –los derechos humanos, el derecho internacional…– cada tierra da finalmente un fruto diferente.
De Brasil, como de cualquier otro sitio, pueden hacerse infinidad de retratos, dependiendo del ángulo que se utilice. Si me hubiera centrado en otros territorios hacia los que siento inclinación, como la naturaleza, la música o la literatura, habría salido una foto bien distinta, en donde no habría ni sombra de la mayor parte de lo que llevo dicho. Pero era necesario el enfoque que he empleado para entender qué es lo que creo que se les viene encima a cuenta del coronavirus. Intentaré extenderme lo menos que pueda, que ya sé que os canso.
 1.- La descentralización del Estado Brasileño operará severamente en contra de la eficacia en la lucha contra la pandemia, pues cada nivel administrativo reivindicará sus competencias, Prefeituras, Governos Estaduais, Governo Federal  Algunas de esas reivindicaciones serán razonables y legítimas, no es lo mismo Manaos que Santa Catarina; pero muchas de ellas obedecerán en realidad a simple lucha política. Como en USA. Como en España.
2.- Soluciones que son viables en otras partes del mundo, allí no lo son. Pese a los grandísimos esfuerzos realizados en las últimas décadas, el agua corriente de calidad en los hogares aún es un problema. La mitad de brasileños más desfavorecidos (no digamos ya el 25% de abajo del todo), se amontona en viviendas precarias, y en la mayoría de ellas el acceso a Internet (número de ordenadores por casa, acceso a datos móviles, etc.), es insuficiente. Con ese panorama, lo de extremar la higiene, teletrabajar o estudiar desde casa, parecen consignas destinadas solo al 30% de la población. El otro 70%, por mucho que quiera, puede intentarlo… pero la mitad de ellos es casi imposible que lo consigan.
3.- Como pobreza e incultura van totalmente de la mano, casi la mitad de la población brasileña resulta fácilmente embaucable por los líderes a los que siguen, como auténticos holligans: si Jair Messias Bolzonaro dice que “isso é uma gripezinha”, sin duda lo es. Así que, hala, todos a la playa, a misa, a fazer churrasco
4.- Según datos oficiales, el trabajo informal supone el 41,1% de los ocupados brasileños (en Europa la media ronda el 10%). Podría parecer mucho, pero eso está en la media baja de Sudamérica ¿Cómo se pretende que se confine la gente, si para 4 de cada 10 trabajadores su subsistencia depende de no hacerlo?
5.- La medicina privada brasileña está entre las mejores del mundo. Pero la pública está muy por detrás de la media europea. El tercio de arriba, podrá contar con una atención digna si se enferma; pero el tercio de en medio, y no digamos ya el de abajo, con seguridad, no.
6.- Como el coronavirus es cien veces más letal entre viejos que entre jóvenes, su impacto en Brasil, donde no se llega al 10% de población de más de 65 años, siempre será menor que en la vieja Europa (en España los mayores de 65 rondan el 20%).
(CUÑA IMPRESCINDIBLE: propongo no pensar en Donald Trump como en un ser perverso y malicioso, sino simplemente como el representante de una corriente ideológica relativamente sencilla, basada en tres principios: 1.-“Solo me importa mi clan; el resto son gente a la que usar, o una amenaza”. 2.- “Hay un modelo de sociedad perfecta, que debe ser impuesta” (en el caso USA esa sociedad perfecta se articula en torno al culto a la libertad, la iniciativa y el éxito personal, el supremacismo blanco patriarcal y la ortodoxia cristiana). Y 3.- “El fin justifica los medios” FIN DE LA CUÑA)
7.- La actual presidencia de Brasil va a imitar punto por punto lo que hagan los americanos en relación con el coronavirus, desde su delirante perspectiva de que Brasil es unos EEUU a medio construir. Y a la actual presidencia yanqui, el que pueda morir un cuarto de millón de sus compatriotas (llevan solo 80.000, pero la cosa sigue subiendo… mientras ya vuelven a la vida normal), no le preocupa en absoluto (250.000 es apenas el 0,08% de 320.000.000), comparado con el batacazo económico que está suponiendo la pandemia: más de 20 millones de puestos de trabajo perdidos, solo en el mes de abril. El clan se tambalea. China, sospechosamente, provocó el problema, apenas lo sufrió y ahora va a adelantarnos. Hay que parar eso como sea, y algunos cientos de miles de muertos no es un precio excesivo.
8.- El drama económico está garantizado, porque la recesión es mundial y va a sacudir todos los mercados, al margen de lo que produzca o consuma cada cual. Es comprensible el miedo a que una crisis económica golpee a la sociedad como un segundo tsunami, consecutivo al sanitario, y hay que pensar desde ya como intentar minimizar el golpe. Pero esgrimir eso como argumento único (el tercer punto del decálogo que antes planteaba: “El fin justifica los medios”), es absolutamente inmoral: nadie tiene derecho a pensar que un porcentaje “X” de la población es un precio asumible. “X” no es tal cosa, sino gente de una en una, hermanos, madres, abuelas, padres, compañeras, amigos, namoradas… Pensar que da lo mismo que mueran cincuenta mil o doscientos mil, porque “The economy, the first”, es un argumento nauseabundo e inaceptable. Por mucho que Trump lo esgrima. Por mucho que su guiñol brasileño le haga de eco.
Bueno, y todo esto… ¿cómo acaba la cosa? Pues no lo sé. Soy un auténtico maestro en elaborar hipótesis perfectas… que jamás se cumplen. Pero hay algunas cosas que sí pueden afirmarse: como este virus solo mata a un número limitado de los que infecta (hay tantos asintomáticos que todos los números son inciertos, pero su letalidad probablemente esté entre el 0,5 y el 5%), no acabará con la humanidad. Si todo siguiera como hasta ahora, en dos o tres años ya estaría tan implantado en el mundo entero como el virus de la gripe común, tras haberse llevado por delante a algunas decenas de millones de personas, añadiendo a partir de entonces medio millón más cada año a su cuenta. Si damos con una vacuna antes, pues eso quedará en la mitad o la tercera parte. Y si el virus, él solito, tiene a bien mutar y se convierte en un coronavirus más, como el del catarro, pues lo mismo la cosa se desinfla sola como un suflé sacado del horno antes de tiempo. Ojalá… De estas hipótesis, justificadamente, pienso hablar en mi próxima entrada.
Y por lo que respecta a Brasil, pues las expectativas a corto son inevitablemente malas, dada la precariedad de partida y la temeraria aplicación de la perspectiva estadounidense, por simple mimetismo desorientado. En Europa, el máximo de contagios y muertes solo se ha alcanzado tras meses de distanciamiento social, y no sabemos qué ocurrirá tras el relajamiento de esas medidas. En USA tal distanciamiento ha sido apenas un amago, no han alcanzado máximo alguno y ya están volviendo a la vida normal. Brasil, fiel imitador, seguirá un destino parecido… o algo peor, dadas las diferencias entre ambas sociedades.
Ya me gustaría poder decir otra cosa. Pero son malos tiempos para la lírica. Incluida la Bossa.
 Qué ganas tengo de hablar de otras cosas…

miércoles, 15 de abril de 2020

Reflexiones coronavíricas (3 de n)

Me cuesta escribir, cosa que no deja de ser curiosa. Esta cotorra, que no se calla ni debajo del agua, y cuya única queja es siempre la falta de tiempo, ahora que le sobra reconoce que le cuesta escribir. Y sospecho que la razón principal es que, además de la pandemia que nos encarcela y nos mata, han surgido como efectos secundarios otras mil, todas ellas cansinas, a las que no me apetece sumarme. Y resulta muy difícil abrir la boca, o el teclado, sin acabar haciéndolo.
La pandemia del optimismo compulsivo, seguros de que todo va a ir mejor, de que la gente reaccionará para bien, y los gobiernos, las empresas, los partidos, las naciones, todas las estructuras sociales del planeta aprenderán la lección y se volverán más empáticas y solidarias.
La pandemia de las habilidades manuales, quedando taxativamente prohibido dejar pasar el tiempo sin sacarle algún brillante y sorprendente partido, ya sea culinario, literario, musical, lúdico, místico, onanístico, da igual, lo que sea, porque sin duda será algo enriquecedor e inolvidable que guardabas dentro y que solo esperaba un momento tan maravilloso como éste para florecer.
La pandemia del buenismo obligatorio, como si todos los días fuera Navidad o algo así, y nadie pudiera resistir las ganas de llevarse bien con ese vecino… con el que, si nunca congeniaste, era por algo.
La pandemia de cultura súbita, el diluvio de sabios de todas las materias, economía, microbiología, epidemiología, bolsa, derecho, demografía, seguridad, globalización, climatología, historia, ingeniería industrial, todo lo concebible e inconcebible, doctores cum laudem cuyas titulaciones se las han firmado ellos mismos tras dos noches de insomnio colgados de la Wikipedia.
Es como si la Tierra fuera un gigantesco trasatlántico que acabase de naufragar, y cada cual con lo puesto, algunos en solitario y otros en familia, hubiéramos acabado en nuestros botes salvavidas privados. Unos pocos —hay quien habla del dos por ciento, otros del doble— no pudieron llegar a sus botes y se ahogaron. El resto nos hemos salvado de momento; pero estamos absolutamente perdidos y en el bote no hay ni mapas, ni vela, ni motor ni timón. No tenemos la más remota idea de a dónde nos llevará la marea, qué habrá allí a donde lleguemos o si una tormenta nos hará zozobrar por el camino. De momento tenemos provisiones; pero tampoco sabemos si durarán toda la travesía. Y para no enloquecer, inventamos juegos, elaboramos teorías del porqué del naufragio y planificamos un futuro del que quedan excluidos los errores del pasado. Varios miles de millones de botes fatigan estos días el océano planetario, cada uno con la misma escena; matices aparte, que en el fondo son irrelevantes.
Desde esa perspectiva, me da vergüenza escribir, lo digo en serio, porque al hacerlo siento que le estoy dando la matraca a los ocupantes de los tres o cuatro botes más cercanos al mío, a los que abrumo con mis floridos pensamientos por la única razón de mi facilidad de palabra. Fuera de eso, mis sueños no son más altos ni más sólidos que los de nadie. Y mi cacareada perspectiva aquí vale bien poco, en medio de este uniforme e infinito océano de dudas.
Bajando la voz, para no incomodar a nadie, tan solo comentaré que yo ya había estado en algún que otro naufragio. Básicamente en tres: en una carretera, de la que salí cojo de por vida; en una montaña, en la que aunque me maté, pacté con mi amiga la muerte una prórroga, que aún disfruto; y en una relación eterna, que duró algo menos de veinte años. En cada uno de esos naufragios la situación fue ciertamente parecida a la de ahora: punto de inflexión, replanteamiento absoluto de un futuro que ya no podrá parecerse a lo imaginado, inseguridad, dolor, soledad, miedo… Hay naufragios mucho peores, estoy seguro, y el primero que se me ocurre es una guerra. Vivir una guerra de las de verdad, en primera persona, casi me da igual si como soldado o como víctima civil. No soy capaz de imaginar nada más brutal y traumático. Frente a ese tipo de cosas, casi parece obsceno tratar de hecatombes a los vaivenes de mi vida que antes comentaba. Pero para mí, afortunado desconocedor de lo que es un conflicto bélico, realmente lo fueron. Y salí de ellas, llegué a tierra y continué camino. No necesariamente mejor persona, pero sin duda sí más sabio y más sólido. Como dice el refrán, lo que no te mata te hace más fuerte. Aunque supongo que todo tiene un límite, y es probable que los supervivientes de una guerra tengan una visión diferente.
Lo realmente desconcertante de este naufragio planetario es precisamente eso: su condición de universal. Lo habitual, cuando alguien se caía por la borda, era que se tratase de una historia íntima, que al margen de que terminase en el fondo del mar o en alguna isla salvadora, no alteraba en absoluto el discurrir del resto del mundo. Pero es que ahora parece haberse caído por la borda la humanidad al completo ¿Es realmente así? ¿Este naufragio es realmente global…? Pues, según lo pienso, ahora mismo, en vivo y en directo...  creo que no.
Lo que sin duda está siendo es un palo muy serio e imprevisto para la endiosada civilización occidental, que se creía todopoderosa, y está comprobando que no lo es. Su alcance final solo podrá medirse con perspectiva dentro de algunas décadas, aunque me cuesta trabajo creer que se aproxime, ni de lejos, a lo que supuso la Segunda Guerra Mundial. Aquella contienda duró siete años, costó setenta millones de muertos y redibujó todos los mapas: EEUU y la URSS pasaron a ser la primera y la segunda potencias mundiales, cuando antes de la guerra apenas eran actores secundarios (bueno, EEUU no del todo; pero no quiero entretenerme ahora en eso). Desapareció el Imperio Británico, el más grande de todos los tiempos. El resto de grandes naciones europeas se quedaron en caricaturas de sí mismas. Se acabó definitivamente la época colonial. La humanidad dio un salto tecnológico sin precedentes. Esta pandemia no va a generar, ni de lejos, revoluciones semejantes (luego revisaré esto, apuntando las hipótesis más extremas), aunque sin duda sí mucho mayores que las que provocó la famosa crisis del 2008.
Aquella crisis financiera, que en España fue inmobiliaria y llegó dos años después que al resto el planeta, fue una auténtica conmoción. Acabó con millones de empleos, incluido en mío, y además de rebajar sustantivamente el nivel de vida de casi toda la población (aunque como en toda crisis, ciertas minorías se forraron), desmontó el sueño global de la prosperidad infinita, del crecimiento sin límites, de la mejora sobre la mejora como única expectativa imaginable para nosotros y para nuestros hijos. Nada de eso. Fue un brutal fin de fiesta, como si hubiese irrumpido la policía en un guateque de adolescentes, justo cuando sacabas a bailar a la chica más bonita del pueblo. Todo eso. Pero solo eso.
Ahora, la desilusión es mayor, pues la globalización ha demostrado que interdependencia es también fragilidad, y ya nadie está tan convencido de que la disolución de las fronteras y la externalización urbi et orbi de todo, bajo el único criterio de la rentabilidad, sea garantía de nada. Antes al contrario, es incertidumbre. Ojalá  hubiéramos tenido cerca los medios, los recursos para afrontar imprevistos. Todo lo cual nos arroja en brazos del nacionalismo. Y el nacionalismo, queramos o no, lo justifíquemos o relativicemos tanto como queramos, el nacionalismo, es la guerra. Lo dijo De Gaulle en otro contexto, pero la frase es tan precisa como el “Eppur si muove” de Galileo: el nacionalismo es la guerra. Nada menos. Solo con eso, ya estamos más que jodidos.
A nivel práctico, esta hecatombe global va a doler más que nada de lo que ninguno con menos de setenta años podamos recordar. A título de ejemplo: para combatir la pandemia los viajes se van a restringir tanto como se pueda durante el mayor tiempo posible, lo que equivale a decir que el turismo queda en barbecho. Y el turismo es uno de los principales, o acaso el principal, motor de la economía española, de manera que congelar el turismo es equivalente a decirle a un árabe que deje de extraer petróleo. Va a haber millones de parados, millones de familias pasándolo fatal, y en cascada el nivel de vida de todo el país va a retroceder décadas. En cada sitio la onda pegará a su modo. Pero aquí, con seguridad, va a ser como mínimo diez veces peor que en 2008.
Y estoy obviando el tema de la salud, propiamente dicha.
Todos los países mienten, en lo relativo a contagios y muertos. Ya lo dije en la anterior entrada: los muertos se cuentan mal, aposta, para que salgan los menos posibles, y que los gobiernos así no queden tan retratados. Y los contagios son solo un reflejo de las pruebas de detección realizadas: cuantas más se hacen, más contagios se detectan. Solo como anécdota: estoy casi seguro de que los cuatro que compartimos bote salvavidas ya hemos pasado el  virus, hace casi dos meses (sería largo y anecdótico contar nuestros recientes y atípicos episodios gripales), pero no hubo pruebas y no podemos saberlo. Según hipotetizan los expertos, es probable que el nivel de contagios real sea, de media, un 85% mayor que el de caso detectados. Nada menos
Y con respecto a los muertos, es probable que los realmente producidos por la pandemia sean el doble de los declarados. En España, a mediados de abril del 2020, unos 35.000. En USSA, 50.000. Si estamos a mitad de proceso, cuando se acabe esta envestida, para finales de verano, los contagiados declarados en el mundo serán unos diez millones (los reales serán, como mínimo, más de cincuenta), y un millón de muertos (aunque pasarán de dos). Siendo tremendas, son cantidades irrisorias si se comparan con las víctimas de la gripe de 1918, o de la Segunda Guerra Mundial.
Voy a intentar resumir qué es lo que creo más probable que acabe finalmente pasando, por lo que respecta al primer mundo. En el segundo mundo las cosas serán parecidas, pero con importantes matices (sigue pendiente, para una próxima entrada, analizar la situación de Brasil, que puede ser extrapolable a una buena parte del planeta). Y en el tercero, esta pandemia solo se sentirá por las implicaciones económicas derivadas del seísmo sufrido en los países ricos: tendrán menos turistas, caerá la demanda de sus productos, etc.; pero a efectos sanitarios, la cosa será tan irrelevante para ellos como debió serlo la salud bucodental para los prisioneros de Auschwitz.
Vamos con ello (¿lo veis? Ya estoy haciendo de experto espontáneo, saltando sin red. Me exculpa, si acaso, vuestro y mi aburrimiento…):
- Para el verano, y con las cifras reales y oficiales de víctimas que antes señalaba, se relajará progresivamente el confinamiento. Pero no las fronteras, al menos hasta el año que viene, por lo que las economías de las tres cuartas partes del planeta caerán en picado. En los países más endogámicos, tipo China, el PIB caerá hasta un 5%. En los más interdependientes, tipo España, entre el 10 y el 20%. La recuperación será explosiva, a partir de los dos años desde el inicio del desastre; pero las cunetas habrán quedado sembradas de todo tipo de cadáveres.
- En invierno de 2020 nos estarán haciendo a todos pruebas serológicas obligatorias, que confirmarán que el virus ya ha visitado a un porcentaje tremendo de la población, acaso entre el 20 y el 40%. A los agraciados se les repartirá algo parecido a un “carnet de inmune”, y se les permitirá llevar una vida aproximadamente normal (el ocio y los espectáculos de masas seguirán prohibidos, y las fronteras cerradas), y al resto se les tendrá medio al ralentí, y bajo estrecha vigilancia.
- El sugerido “carnet de inmune” probablemente sea una aplicación en tu móvil (herramienta de la que estará prohibido alejarse), que vincule tu identidad y tu imagen a un código QR, que posibilite tu reconocimiento facial. Por cierto, a cuenta de la seguridad y la salud, despídete de lo que te pudiera quedar de intimidad: eso es historia, como la quimera de la protección de datos. Desde ya y hasta siempre, eres y serás absolutamente transparente. La distopía de Gattaca empezará a hacerse realidad. Y que viva el Gran Hermano.
- Surgirán rebrotes por aquí y por allá, pero serán controlados mucho mejor: porque en las residencias de ancianos las cosas ya no serán jamás como antes; porque los más vulnerables ya estarán muertos; porque habrá disponibles antivirales que reducirán sustantivamente la letalidad del virus; y porque las medidas radicales de cuarentenas y aislamientos se aplicarán sin oposición ni reticencias.
- Para el verano de 2021 ya tendremos vacuna, y se vacunará obligatoriamente a todos los que carezcan del carné de inmunidad.
A partir del otoño de 2021, el mundo estará ya en otra fase… que me da vértigo intentar imaginar, si miro más allá de las tremendas fiestas que todos organizaremos (bueno, solo aquellos que aún conserven algunos fondos o crédito), y de la pasión viajera que recorrerá el planeta. Las incertidumbres son muchísimas, los cambios de paradigma están garantizados, y los riesgos de que la cosa acabe en distopía, lamentablemente son elevados. Citaré apenas tres, no muy tranquilizadores, en orden de malo a peor:
1ª) O la Unión Europea pisa el acelerador a tope, se deja de idioteces y se embarca en pasos decisivos hacia la creación de algo parecido a unos Estados Unidos Confederados de Europa, unificando la sanidad, la fiscalidad, el derecho laboral, los ejércitos, etc., de sus países miembros, o la gente va a terminar de desengancharse del invento. O de aquí se sale con mucha más Europa, o dentro de dos años en Francia gobierna la Agrupación Nacional, en Italia La Liga y en España Vox.
 2ª) La fragilidad de occidente ha demostrado que se han tendido en poca consideración los efectos secundarios de la globalización. Y la antiglobalización, casi inevitablemente, conduce al nacionalismo ¿Alguien recuerda lo que dijo De Gaulle al respecto…?
3ª) La pandemia ha surgido en un contexto de guerra comercial China-USA. Cuando todo esto acabe, es evidente que Estados Unidos solo serán primera potencia mundial desde el punto de vista militar, y la única manera de recuperar su hegemonía global será haciendo uso de ese poder. Conviene recordar que EEUU, casi como costumbre histórica, se ha inventado siempre que lo ha necesitado casus belli para desencadenar conflictos, o justificar su participación en ellos. Esto no es una soflama antiyanqui, es pura historia, que hasta ellos mismos reconocen. Y no me estoy refiriendo a la autovoladura del Maine en 1898, excusa que sirvió a Estados Unidos para arrebatar a España Cuba y Filipinas y sobre la que, ignoro por qué, aún parece haber cierta controversia. Hay casos mucho menos ambiguos, reconocidos por los propios americanos, como el denominado “Incidente del golfo de Tonkin”, enfrentamiento inventado que jamás ocurrió y que sirvió de excusa para la participación de EEUU en la guerra de Vietnam. Si irnos tan lejos, ¿recordáis el cuento de las armas de destrucción masiva de Saddam Husein, que se esgrimió como argumento para la invasión de Irak? Pues bien, si los americanos quieren, argumentar que el covid-19 ha sido un ataque biológico chino premeditado les costaría menos que nada, ya que todo en torno a esta pandemia está lleno de sombras, y los convencidos de esa versión se cuentan por millones; y no solo entre los conspiranoicos compulsivos. Según esa teoría, la Tercera Guerra Mundial está a punto de terminar, y la va a ganar China, con apenas algunas decenas de miles de muertos (diez veces lo reconocido), por fuego biológico amigo. Si EEUU quiere salir del pozo, no le queda otra que desencadenar la Cuarta Guerra Mundial, de carácter nuclear, único territorio en el que es netamente superior. Pero ¿se puede ganar una guerra nuclear abierta? ¿Qué precio es aceptable, para interpretar que has ganado?
Madre mía, y eso que me daba vergüenza escribir…
Bueno, ahí lo dejo. Aún me quedan varias semanas a la deriva, antes de que se nos permita desembarcar de nuestros botes, quién sabe dónde. Reconozco que esta baza me ha pillado en una situación laboral muy diferente a la de la crisis del 2008. Entonces, mi trabajo estaba vinculado a la obra pública, por lo que recibí el impacto con la misma fuerza con la que lo están recibiendo ahora los actores o camareros. Ahora, trabajo vinculado a energías renovables, por lo que es probable que, al menos fuente de sustento, no nos falte. Pero eso no me hace inmune –qué raro suena ahora y aquí ese término ¿verdad?– al resto de las consecuencias del marasmo global que vamos a encontrarnos. Vienen tiempos duros para todos. Muy duros, sin duda.
En todo caso, ojalá acierte en mis vaticinios de la primera parte: “para finales del 2021, todos inmunes o vacunados y consumiendo como posesos”; y falle en la segunda: “antiglobalización, nacionalismo y riesgo de guerra nuclear mundial”. 
A la próxima, lo prometo, hablaré de Brasil. Y sin vergüenza. Dejo como anticipo una imagen de su patético presidente, una parodia de Sr Trump… quien ya es en sí mismo otra parodia.